El tiempo me enseñó.

Por Mario Alberto Juliano[1]

 

En enero de 2015 cruzamos por primera vez el charco para ver la experiencia de Punta de Rieles. Allí conocimos a Rolando Arbesún y al Negro Parodi y quedamos prendados para siempre. No podíamos salir de nuestro asombro por las cosas que decían estos atípicos carceleros y por las cosas que veíamos, francamente insólitas para la realidad penitenciaria de esos entonces: presos que circulaban por el establecimiento libremente, que se besaban y abrazaban a las autoridades, que hablaban por teléfono celular sin que nadie les dijera nada, comercios explotados por los propios internos. Allí también aprendimos que a los presos no había que decirles presos, sino personas privadas de la libertad, que es lo que en realidad son y corresponde. Y que al personal penitenciario no teníamos que mirarlo con desconfianza y que había que sumarlos a la causa del cambio. Y que las cosas podían ser diferentes y que no eran nada más que sueños.

A partir de ese de viaje iniciático para quienes tenemos el curioso berretín de las prisiones, iniciamos una suerte de peregrinaje cívico, para interesar a hombres y mujeres públicos de nuestro país y tratar de «exportar» la experiencia de la cárcel pueblo, llegando a interesar en forma directa hasta a un gobernador. Propósito en el que fracasamos con todo éxito, como diría el Negro Parodi.

En uno de esos repetidos viajes, alguien (no recuerdo quien) nos dijo que también teníamos que ir a conocer la experiencia del Polo Industrial en el COMCAR y hacia allí enfilamos nuestras naves.

En camino hacia el gigante carcelario uruguayo nos comenzaron a hablar del inspirador de ese espacio de libertad dentro de una prisión: Jaime Saavedra.

Recuerdo como si fuera hoy que luego de trasponer todos los controles ingresamos al famoso Polo Industrial que, justamente, más se parecía a una fábrica que a una cárcel. Y lo conocimos a Jaime en un altillo, dando instrucciones a una cuadrilla de personas privadas de la libertad que salían a hacer trabajos comunitarios al medio libre.

Jaime nos recibió como recibe a todo el mundo, con una sonrisa amplia, el termo bajo el brazo y un abrazo. Y a partir de ese preciso instante nos hicimos amigos para siempre. Como si nos hubiéramos conocido de toda la vida. Y allí también los conocimos a Daniel Galli, a Pablo González, a Gastón Narvarte y a muchas y muchos más.

No voy a seguir con pormenores que quizá a nadie interesen.

Pero lo que sí me interesa comentar es la incertidumbre que no podíamos resolver: ¿cómo hacían estas señoras y señores para lograr las cosas que hacían?, iniciativas que a nosotros nos parecían de otro planeta pero que ellos vivían de modo natural y risueño. ¿Cuál era la clave? ¿Cómo podíamos hacer para replicar esas buenas experiencias en nuestro país?

Y, creo, estas disyuntivas son las que, en buena medida, desvelan a todas y todos los reformadores de la región: la enorme dificultad para convertir los deseos y las palabras en hechos y acciones, discurrir en el que se nos suele ir la vida. Tuve ocasión de enhebrar algunas ideas sobre los conflictos de las y los reformadores sociales, y penitenciarios en particular, que, me parece, viene a cuento traerlas a colación,[2] las que justamente expuse en un congreso en Montevideo.

Parafraseando al gran Canario Luna debo decir que el tiempo me enseñó (y espero que no sea demasiado tarde).

El tiempo me enseñó que no tenemos que dejar pasar la vida esperando que ocurran sucesos que raramente suceden para hacer lo que tenemos que hacer.

El tiempo me enseñó que muchos de los obstáculos que señalamos para justificar la imposibilidad de concretar nuestros objetivos suelen ser meras excusas para mantenernos en nuestras zonas de confort.

El tiempo me enseñó que no podemos concretar nuestros sueños solos. Que necesitamos aliados y no adversarios. Y que la relación con los aliados debe ser de recíproco respeto por las diferencias, que lejos de separarnos deben enriquecer nuestra visión de las cosas.

El tiempo me enseñó que es preciso abandonar los individualismos. Que los cambios tenemos que hacerlos entre todos, sin perder de vista jamás la voz del pueblo, ya que: «Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana».

El tiempo me enseñó que los cambios suelen estar mucho más cerca de lo que imaginamos, que esos cambios no tienen que implicar la transformación total de un sistema, sino que comienzan por pequeños cambios y que usualmente se trata de pequeñas cosas, gestos y formas de relacionarnos con el resto, que ni siquiera cuestan dinero.

Por estos días experimentamos un maravilloso proceso de reforma penitenciaria en el sistema carcelario de la provincia de Buenos Aires que, en sustancia, implica un replanteo profundo de las reglas de gobierno de las prisiones, al pasar de un modelo de autoridad basado en el uso de la fuerza a otro que se sustenta en el diálogo y el consenso nacido de la comunidad.

Estos cambios, en el personal penitenciario, las personas privadas de la libertad y otros actores de la vida carcelaria (representantes educativos, judiciales, religiosos, deportivos, oenegés), comenzaron casi sin que nos diéramos cuenta, al ir abandonando los enormes prejuicios que todos teníamos respecto de los demás, reconociendo que eran más las cosas que nos unían que las que nos separaban y comenzando a buscar juntos soluciones a los problemas comunes.

Los resultados comenzaron a sorprendernos y no paran de ocurrir. Sin necesidad del dictado de una ley, ni de que el poder político dé una orden expresa a nadie, ni de que se alineen los planetas. Simplemente con la voluntad de tratarnos bien, de escucharnos, de comprender que nadie es el dueño de la verdad absoluta y que todos nos necesitamos.

Otra será la oportunidad en que comente algunos aspectos de este proceso de reforma penitenciaria que, esperamos, se consolide con el correr del tiempo y nos trascienda. Pero sí quiero señalar que, a cada paso, agradezco a las hermanas y hermanos uruguayos por lo mucho que nos enseñaron en los múltiples viajes que hicimos a sus tierras. Y que nos sentimos depositarios del testimonio que nos dejaron, el que esperamos honrar como se debe.



[1] Director ejecutivo de la Asociación Pensamiento Penal y juez penal argentino.

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