Yo les tengo miedo a los pobres, ¿y usted?
Crecí en el barrio La
Mondiola, ahora Pocitos Nuevo. La casa de mis viejos estaba sobre la calle 26
de Marzo, que, hace un buen tiempo ya, tenía una vereda muy ancha, donde
pasamos buena parte de nuestra infancia y temprana adolescencia los purretes
del barrio. Porque la vida consistía básicamente, en ir a la escuela, regresar
lo más rápido posible, hacer los deberes y, por fin, salir a jugar al fútbol en
esa hermosa e inolvidable vereda.
En la esquina de mi
casa, Julio César y 26 de Marzo, había y hay una preciosa iglesia. Chiquita,
sencilla, de ladrillo visto, la parroquia San Alejandro —además de recibir a
los católicos de los alrededores, incluido el Saavedrerío— recibía todos los
sábados a quien los gurises del barrio conocíamos como el Viejo de la Bolsa. Un veterano bien, bien pobre, que pedía
monedas en una actitud muy pasiva, tratando de «no molestar» a la salida de la
misa. Cuando ya no quedaba nadie, se sentaba recontratranquilo en una de las
escaleras de la parroquia y la gente iba, de a poco a lo largo del día, a
llevarle comida o ropa.
Así que el veterano
pobre, el Viejo de la Bolsa, créame que jamás tenía un gesto inapropiado,
hostil o que supusiera el más mínimo registro de agresividad. Tan así era, es
decir, tan cero agresividad, que todos los fines de año el Viejo de la Bolsa se
tomaba la molestia de pasar por las casas de todos los vecinos y entregaba una
tarjetita blanca escrita por él que decía: «felicce, felicce». Emprendedor
el cristiano, además.
Sin embargo, este
Viejo de la Bolsa calma chicha a todos los gurises nos daba miedo. Nos
incomodaba. Para mis ojos niños era como de una especie diferente a la humana.
Aclaro por las dudas.
Mi familia era muy numerosa y sencilla. Mis papás eran católicos practicantes,
conservadores, muy sensibles socialmente, generosos y solidarios. Mi casa,
habitada además de mis padres por once hermanos, más que una casa parecía un
centro comunal. Siempre había un lugar para el que llegara y todo visitante era
recibido con mucha calidez y rápidamente integrado. Cuento esto para advertirle
que no era un ambiente familiar proclive a generar en mí ese sentimiento
respecto del Viejo de la Bolsa. Por razones que no termino de entender, venía
como matrizado para tenerles miedo a los pobres casi que desde la cuna.
La vida luego,
generosa, me presentó a Claudia en un pueblito perdido del interior. Claudia
hoy es una mujer de una dulzura, de una alegría y una mirada optimista sobre la
vida que es contagiosa. Pero cuando tenía nueve años fue abandonada con sus
hermanos en un lugar céntrico del pueblo en cuestión. Una semana, a los nueve
años, a cargo de sus hermanos, dándoles de comer, abrigándolos, protegiéndolos,
en fin. ¡Imagínese la situación!
Lo pienso respecto de
mis hijos y se me pone la piel de gallina. Haga el ejercicio, invito a mi
cuenta, de pensar a su ser más querido pequeñito en esa situación y cuénteme.
Sepa usted, solidario y sensible compatriota: durante una semana entera, nadie
se enteró de las desventuras dolorosas de Claudia y sus hermanos. Ni la
intendencia, ni el vecino, ni la iglesia, ni la otra vecina, ni la policía, ni
el doctor, ni el gobierno, ni la escribana, casi nadie se enteró, salvo una
vecina del rancho pobre donde vivían a la que le llamo la atención que hacía
muchos días que no la molestaban con sus juegos, y fue caminando porque no
tenía plata para el ómnibus a hacer la denuncia a las autoridades.
Yo, probablemente,
tampoco me hubiera enterado. Soy un crack, un verdadero Messi, para naturalizar
ciertos fenómenos intensamente dramáticos, tan obviamente aberrantes que solo
una gigantesca pirueta intelectual y emocional digna de mejores causas permite
que lo haga.
Otra vez entonces, hay
vida tozuda viendo de mí mismo cosas que no me gustan. Camino regularmente de
Arroyo Seco al Centro o la Ciudad Vieja y en una esquina sí y en otra también
me encuentro con situaciones parecidas, y las sorteo sin dificultad. Nada
interfiere en el resto de mi vida. ¿No sería más razonable la angustia, la
inquietud, el desasosiego, la urgencia?
Tiempo después también
trabajé con un grupo de gente rematadamente pobre, todos hombres, y muy
pintoresco. Depositarios en sus respectivas comunidades de todos los males
imaginables: borrachos, violentos, ladrones y contrabandistas, en fin, súmele
la perla que desee al rosario diabólico, porque nadie pondrá un pero. Tal es el
convencimiento general.
Sin embargo, metido en
ese mundo, compartiendo horas, días y vicios, conocí una suerte de guaridas
logísticas y afectivas que son su soporte cuando están de zafra. Y esas
guaridas, habitadas por estos siniestros personajes, se revelaron ante mis
perplejos ojos en un centro de solidaridad infinita y de paz gandhiana. Vi
compartir los panes, los peces y el vino y todo lo que allí hubiera con los
vecinos que no tenían qué comer y ni un vintén en el bolsillo. Y ese fruto,
créame, de su muy esforzado trabajo —como seguramente nunca le tocará a usted
en su vida— se compartía con una generosa solidaridad tan naturalizada que
parecía que no había otra forma de vivir y relacionarse que esa.
Además ocurre,
paradójicamente ocurre, que a esta infernal colección de granujas los visitaban
respetables intermediarios en lujosas camionetas cuatro por cuatro. Se llevaban
el fruto del trabajo a cambio de los insumos que precisaban para seguir con la
calesita, unos flacos pesos. Una parte de la mercancía la vendían en el mercado
interno y la otra, aunque usted no lo crea, la contrabandeaban. Contrabando
respetable, que le dicen.
De modo que a estos
pobres y pintorescos granujas se les adjudicaban todos los males, y seguramente
algunos tendrían. Pero había otros ciudadanos no pobres, bien tuneados por la
vida, digamos, que los tenían todos ¡y no lucían en su pecho ninguna cocarda!
Hemos construido con
mi amada compañera una familia sencilla. Vivimos de nuestro trabajo en un
sencillo barrio. Nuestros adorables hijos fueron a un sencillo colegio, y ahora
el más grande a la Universidad de la República.
Sin embargo, a pesar
de la austeridad, la distancia de capital cultural acumulado, de vínculos, de
oportunidades, de augurios que hay entre ellos y algunos compatriotas que nacen
en ciertos barrios de nuestro país es sideral e indescontable. Solo por haber
nacido en lugares diferentes. Unos suertudos, ricos de toda riqueza, y otros,
desheredados por la diosa fortuna, pobres de toda pobreza.
Hemos construido una
sociedad que excluye y discrimina. Y los perjudicados nos dan miedo, muchas
veces con razón, porque están legítimamente muy enojados.
Resolver este lío no
es moco de pavo, pero intuyo esta idea y quiero compartirla:
Si, parafraseando a
Marguerite Yourcenar, no revolucionamos
nuestra «mínima alma, tierna y flotante, huésped y compañera de nuestro cuerpo…»
y empezamos a empatizar un poco más con tanto compatriota doliente,
transformando el miedo en un abrazo, el rechazo en un convite y el prejuicio en
una oportunidad, el laberinto nos seguirá ocultando su salida.
Ni presidentes, ni
ministros, ni ejércitos de sabios podrán, por egresados con honores de Harvard
que sean, resolver con acierto lo que nuestro corazón con urgencia no anhele.
Jaime Saavedra
Del viejo de la bolsa de la San Alejandro nos aconsejaban alejarnos las propias monjas que en las quermeses agarraban por detrás del trébol los papelitos con premios para que no los pudiéramos sacar. Contradicciones de la vida.
ResponderEliminarMuy sentido y profundo análisis. Muchas gracias por compartirlo. Sin duda la empatía es el primer paso. Saludos
ResponderEliminarA todos nos asustaron con el viejo de la bolsa, una costumbre que en vez de acercarnos a quien más lo necesita, nos aleja desde niños.
ResponderEliminarEl miedo a las clases bajas lo promovieron siempre las clases altas. Para ellos es lógico, porque sienten que los pobres son una amenaza para sus riquezas, lujos, privilegios, placeres, poder, etc. etc. En 1934 crearon el Código del Niño, el "Consejo del Niño", etc. inventando la categoría "menores" (niños pobres y por lo tanto peligrosos) diferenciándolos del resto de la infancia y adolescencia. Hasta el dia de hoy, la prensa, los políticos (incluso de izquierda) hablan de "menores" cuando se refieren a gurises pobres. El miedo a los pobres favorece además, que se los tenga presos. Cuanto más tiempo mejor. Ta dificil para cambiar una cultura arraigada de generación en generación, pero nada impide empezar la batalla en la cabeza de cada uno.
ResponderEliminarPreciosa reflexión, creo que el miedo a lo desconocido muchas veces hace que la gente rechace a las personas en situación de calle, que rechacemos. Es un aprendizaje diario, que nunca termina y cuando logramos romper esa barrera es todo ganancia !!! ♥️♥️
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